La luz es el alma de la fotografía. Cualquier objeto, paisaje o rostro se muestra de mil formas distintas dependiendo de la luz que lo rodee. Diferentes tipos de luz nos transmitirán diferentes sensaciones, incluso sentimientos opuestos de una misma escena. La luz del atardecer nos evocará sensaciones melancólicas. Una luz cenital nos provocará miedo, una luz suave lateral, ternura. Una luz roja nos pondrá nerviosos y una luz fría puede tranquilizarnos.
Los fotógrafos dependemos de la luz. Podemos utilizar la luz del Sol. Es la luz por excelencia. Natural, cambiante, real. No podemos modificarla: no podemos cambiarla de posición, o regular su intensidad ni su tono, pero podemos reflejarla, matizarla, podemos cambiar nuestra posición, podemos esperar a que esté más baja, más cálida...
En el estudio las posibilidades son infinitas, y por ello es complicado conseguir la iluminación precisa para transmitir lo que nos proponemos. Yo suelo "ir al grano". Si tengo en mi cabeza la foto, intento reproducirla en el estudio de la forma más simple posible. Y si puede ser con un sólo punto de luz, mejor.
En esta ocasión contaba con la ayuda de mi amigo Daniel Herráez, que es un experto en esto de la luz. Así que mi labor consistió inicialmente en transmitirle la idea que tenía en mi cabeza: un rostro neutro, a contraluz. Una luz dura, misteriosa, desde atrás, que dibujara en blanco y negro sus facciones en un marco de oscuridad. El reflejo de la ventana en la pupila y una caricia en la mejilla, frente y barbilla.
A la modelo, Irene, situarla en el lugar exacto y dirigir su mirada a un punto concreto del estudio.
Encuadrar. Solapar la imagen mentalmente con la que tenía en mi mente... y disparar.